En América Latina hay una permanente discusión sobre si la democracia se debe definir o no a partir de la celebración periódica de elecciones libres y competitivas. La discusión suele ser aburrida, porque muchos participantes parecen tener objeciones de principio al concepto de democracia como medio para acceder al poder, y parecen ver una relación de mutua exclusión entre los procedimientos democráticos y otros fines deseables como, por ejemplo, la igualdad.
Para este tipo de argumentos, no tengo mucho qué decir. Teóricamente, la democracia electoral es inherentemente redistributiva. Empíricamente, en las democracias la parte del producto que le corresponde al trabajo es mayor que en las no democracias y los salarios son más altos.
Desde el punto de vista de la definición, parece difícil imaginar un régimen democrático sin elecciones competitivas. Sin embargo, afirmar que las elecciones competitivas son una condición necesaria de la democracia no equivale a afirmar que las elecciones son el único atributo de la democracia.
Con esta idea, Francisco Valdés y yo elaboramos una medición de régimen político que, además del aspecto electoral, contemplara el grado en que los distintos países disponen de otros atributos como inclusividad social (con indicadores de salud, educación, desigualdad, pobreza, etc.) e instituciones relacionadas con precondiciones de la participación libre (autonomía de la sociedad civil, prensa libre, libertad de expresión). A nuestro juicio, se trata de una medición consistente con la teoría de la democracia postulada por el último Robert Dahl.
Realizamos las mediciones para 146 países con información correspondiente al año 2008. La medición está estandarizada de tal forma que el 0 significa el promedio de los 146 países y valores mayores indican que el país en cuestión es más democrático. Los resultados para los 18 países de América Latina más la República Dominicana son los que se muestran en la gráfica.
La gráfica es interesante porque revela una heterogeneidad imposible de notar si sólo nos centramos en la celebración de elecciones competitivas. Pero en esta heterogeneidad cabe hacer una distinción de los 18 casos en dos grupos: Uruguay por un lado y todos los demás, por el otro. Uruguay se separa de su más cercano competidor por casi una desviación estándar (es la distancia más grande que se registra entre dos países consecutivos). De hecho, el puntaje para Uruguay es el séptimo más alto en el mundo (Brasil está en el número 27), y se ubica por abajo de Suiza y por encima de Dinamarca.
La democracia uruguaya es ejemplar por encima de la norma latinoamericana, y la experiencia anecdótica es consistente con nuestro indicador. Por ejemplo, en el video de abajo registra un incidente impensable en otros países: el presidente de Uruguay no pudo votar porque no aparecía en la lista de electores.
El funcionario de casilla sin duda estaba muy consternado, pero en el vídeo queda claro que ni por un momento tiene dudas de lo que corresponde: como cualquier otra persona, si no se dan las condiciones legales, el presidente no puede votar. Y también está claro que a Mujica no le parece nada el asunto. Hace un berrinche y reniega de lo lindo. Dice de todo menos lo siguiente: “¿Usted no sabe quién soy yo?”, que es como la única oración completa que saben decir unas tres cuartas partes de los políticos de América Latina. El funcionario y el presidente comparten el entendido de que las instituciones funcionan aunque no le guste al presidente.
En cambio, cuando en el resto de América Latina los políticos no se salen con la suya, lo que pasa es más o menos esto:
Hace unos años, en un congreso en Buenos Aires tuve una plática de pasillo con un magistrado de la Corte Electoral Uruguaya. Le comenté que me llamaba la atención que, cuando este país diseño sis instituciones de democracia directa, incorporaron la iniciativa popular pero no facultaron al presidente para iniciar procesos de plebiscito o referéndum (aquí una referencia general). La respuesta es emblemática: "Claro, me dijo, el presidente ya es poderoso. Tienes que limitar su poder, no hacerlo aún más poderoso". Bueno, pues ese es el espíritu.
Tengo un alumno que es tan guapo que prefiero mantenerme a un radio de 10 metros de él. Si me le acerco, mis defectos son imposibles de disimular. Pues así pasa con toda Latinoamérica y Uruguay. Nos avergüenzan por hacerlo tan bien.
La gráfica es interesante porque revela una heterogeneidad imposible de notar si sólo nos centramos en la celebración de elecciones competitivas. Pero en esta heterogeneidad cabe hacer una distinción de los 18 casos en dos grupos: Uruguay por un lado y todos los demás, por el otro. Uruguay se separa de su más cercano competidor por casi una desviación estándar (es la distancia más grande que se registra entre dos países consecutivos). De hecho, el puntaje para Uruguay es el séptimo más alto en el mundo (Brasil está en el número 27), y se ubica por abajo de Suiza y por encima de Dinamarca.
La democracia uruguaya es ejemplar por encima de la norma latinoamericana, y la experiencia anecdótica es consistente con nuestro indicador. Por ejemplo, en el video de abajo registra un incidente impensable en otros países: el presidente de Uruguay no pudo votar porque no aparecía en la lista de electores.
"¡Al diablo con sus instituciones!" |
Hace unos años, en un congreso en Buenos Aires tuve una plática de pasillo con un magistrado de la Corte Electoral Uruguaya. Le comenté que me llamaba la atención que, cuando este país diseño sis instituciones de democracia directa, incorporaron la iniciativa popular pero no facultaron al presidente para iniciar procesos de plebiscito o referéndum (aquí una referencia general). La respuesta es emblemática: "Claro, me dijo, el presidente ya es poderoso. Tienes que limitar su poder, no hacerlo aún más poderoso". Bueno, pues ese es el espíritu.
Tengo un alumno que es tan guapo que prefiero mantenerme a un radio de 10 metros de él. Si me le acerco, mis defectos son imposibles de disimular. Pues así pasa con toda Latinoamérica y Uruguay. Nos avergüenzan por hacerlo tan bien.